Como rezaba un antiguo anuncio de la TV española: la pelota no engaña. Ella quizás es de las pocas cosas puras que permanecen sobre un terreno de juego. Ella, y quizás, Andrés Iniesta.
Como a casi todos los que amamos este deporte crecí con un balón cerca, material o figurado, pateando a alguna vieja pared o soñaba marcando goles por la escuadra que ya quisiera Oliver Atton. Nacido y criado de las entrañas de unas de las mayores cunas futbolísticas de esta isla, jugué en sus calles, plazoletas, y en aquellos campos de tierra que, con alma de potrero sin saberlo, cada piedra era un rival más al que sortear, donde en los días de lluvias los charcos era una dificultad añadida, las victorias sobre barro tenían un sabor especial, a tierra, a pura heroicidad.
Aún recuerdo, siendo todavía un niño, como cuando jugaba fuera de mi microcosmos, y me acercaba a aquellos antiguos campos de La Ballena o al antiguo terreno de juego de paracaidistas donde ahora está el Parque de las Rehoyas. Eran auténticas incursiones en campos enemigos donde se luchaba por cada palmo del terreno de juego, donde todos teníamos alma de Paolo Maldini, Franco Baresi, Roberto Baggio, Maradona, Francescoli, Zico, Platini, etc... para acabar siendo, como éramos, tan sólo unos niños soñando ser héroes.
Ahora que una internacional norteamericana, que manufactura en Indonesia, tiene la mayor parte de la exclusividad de los balones que campan por los verdes prados de la mayoría de las grandes ligas en Europa y, prácticamente, todo el mundo. Yo me sigo aferrando a aquel viejo amigo alemán con aspecto de dálmata fondón: hexágonos blancos con negros. Aquel esférico con un sonido tan particular que aún resuena en un eterno bucle sonoro por mis pabellones auditivos.
Y es, su sonido, pura magia, un vehículo a la infancia, un tsunami de emociones que ni Juan Antonio Bayona sería capaz de filmar. De aspecto rudo castigaba a los que no sabía tratarle como merecía con uñas dobladas y dedos gordos enrojecidos, pero premiaba a quienes sabían domarle con el más bello sonido: el beso a la red. Ese sonido, que de por sí sólo ya enamora, es adictivo como la mayor de las drogas, una vez oído, no pararás hasta seguir escuchándolo. Reconozco con cierta amargura, que yo era más de los primeros que de los segundos. Pero mis momentos de gloria (sic), pocos sinceramente, los tuve y pude ser obsequiado con ese bello regalo.
Ya lo decía el gran Nick Hornby, nosotros no elegimos nuestro pasión, ella nos elige, nos atrapa y ya somos presos de ellas para toda la vida cuando acudes a tu primer partido de fútbol en el estadio. Da igual el resultado, da igual la categoría, la calidad de esa plantilla, te atrapa la magia del momento, las liturgias de la grada y el césped, la parafernalia que lo rodea, el circo de la tribuna... da igual el equipo. Así sólo se explica tal pasión, por parte del escritor inglés, por el clásico, y ya desterrado, "Boring, Boring Arsenal".
En esta época de fútbol de consumo rápido, donde sólo cuenta la victoria (¿acaso nunca fue así?), las nuevas generaciones futboleras se forjan delante de una pantalla en HD o jugando a la videoconsola. Se olvidan tradiciones, se traicionan legados y se entierran sentimientos por multinacionales deportivas. El sueño es tener la última equipación y pasear por tu ciudad vestido de pies a cabeza por esos colores que son ajenos y extraños a tu ADN. Es por ello que me emociona ver a jóvenes, da igual la procedencia, que se identifican con clubes modestos, con ese club que malvive en categorías infames pero que representa con orgullo a un pueblo, a un barrio, a los más humildes. No es fácil ser huérfano de la gloria cuando se está rodeado de los adictos a la victoria.
Y lo crean o no, el balón es un vehículo identificativo más con la "Old School" del fútbol. En las grandes superficies comerciales sólo me encuentro con balones prácticamente lisos, de diseños extravagantemente modernos ajenos a mi ideario. Esféricos perfectos ideados con la última tecnología terráquea, y extraterrestre si fuere, con la idea de lograr la estética más refinada para lograr el gol más bello. Y yo, como la imagen de cabecera, me siento más atraído por esos balones que se pelaban, que sólo verlos evocan jugadas, despiden aroma de victorias, exudan lágrimas por derrotas, embriagados por goles, acunados en las firmes manos del arquero, protegidos como lo que son: el mayor de los tesoros. No siento ningún apego por estos balones de laboratorio que surcan caprichosos el aíre golpeados por kilos de gominas, joyas y tatuajes. Y siempre llego a la misma conclusión: a los más grandes de la historia nunca les hizo falta tanto...
Y reconozco, que alguna de las instantáneas que nos llegan por internet de las grandes ligas son bellas, estéticamente perfectas, limpias, asépticas, pero en ocasiones les falta alma. Ese look auténticamente despeinado, esas equipaciones rudimentarias, ese césped curtido en batallas, ese barro que mancha medias y botas, esa foto que despide aroma a épica, a vida... son las fotos que fortalecieron mis lazos con este deporte.
Siempre nos quedarán los potreros, seamos jóvenes o viejos, para hacer lo que realmente nunca hemos dejado de hacer: unos chicos que sueñan ser héroes con una pelota en los pies.
Siempre nos quedarán los potreros, seamos jóvenes o viejos, para hacer lo que realmente nunca hemos dejado de hacer: unos chicos que sueñan ser héroes con una pelota en los pies.
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